Eran las… da igual la hora que era. Mario estaba tumbado en una cama del hospital central de su ciudad. Todo en él eran agujas y conexiones a máquinas que le mantenían vivo, que prolongaban su agonía. No podía hablar, no podía expresarse, no podía sentir, no podía hacer absolutamente nada salvo pensar. Y eso era precisamente lo único que la enfermedad no le había arrebatado, lo único que le quedaba de humanidad, lo que le distinguía de un simple vegetal: sus pensamientos.
Siempre había sido una persona reflexiva, introvertida y con una gran fuerza en sus convicciones; y eso fue lo que le hizo no caer en la desesperación y aceptar su situación como algo inevitable.
Mario sabía que sus días estaban contados. Desde que en abril le diagnosticaron un tumor cerebral, el médico le había dado unos meses de vida, un año a lo sumo.
Al principio fue un golpe terrible, pero poco a poco empezó a asumirlo. Su mujer y sus hijos habían sido su mejor apoyo para digerir ese plato de mal gusto.
Durante los dos primeros meses de su convalecencia su desmejora había sido poco visible, paulatina, pero últimamente, su cuerpo había ido fallando cada vez más y más hasta que un buen día dijo basta y tuvieron que ingresarlo en la unidad de cuidados intensivos. Estaba ya prácticamente en fase terminal.
Él sabía que le quedaba muy poco. Estaba tan débil que solamente podía utilizar su cerebro. Pensar era lo único que podía hacer en esas cuatro paredes de un aséptico hospital. No sabía cuánto tiempo llevaba allí porque no podía ver, oír o sentir. No distinguía la noche del día, el sueño de la vigilia. Pero su mente todavía respondía con agilidad, mientras que, por el contrario, su cuerpo se consumía como una vela que está a punto de apagarse. Y Mario, mientras tanto, pensaba, y pensaba, y pensaba, y pensaba, y pensaba…
“Creo que el mejor invento de la vida es su antónimo, la muerte
–se dijo a sí mismo-. Sí, porque es el final de un principio. Y el camino que nos lleva a ella es el que debemos recorrer".
"Y, digo yo
–continuó pensando-, si es algo inevitable, si es una consecuencia lógica de la vida, ¿por qué no nos han enseñado nunca a morir? ¿Por qué la muerte está tan estigmatizada en nuestra sociedad? La hemos dejado a un lado. Nos hemos olvidado de ella, cuando realmente ella nunca se olvida de nosotros. Es lo más natural del mundo y, sin embargo, todos la tememos y la evitamos".
"Puede ser que la gran diferencia existente entre nuestra cultura actual y las primitivas estribe en que nosotros la hemos apartado de nosotros, mientras que las culturas primitivas y nuestros antepasados aprendían a vivir con ella".
"Lo que hemos hecho
–siguió preguntándose- ha sido apartarla de nuestra vida cotidiana. La hemos encajado en los medios de comunicación (las guerras, los enfrentamientos, los conflictos, los asesinatos…) si era ajena a nosotros, o la hemos enclaustrado en los hospitales si nos tocaba directamente (la muerte de familiares y allegados por vejez o enfermedad…). Hasta no hace mucho, las personas morían en sus casas, rodeadas de sus familiares en un ambiente cercano y hogareño. Y aquí estoy yo, solo, rodeado de aparatos infernales que no hacen más que prorrogar mi sufrimiento, sin poder estar junto con mi familia, sin sentir el calor de los míos".
"La muerte es, aunque no lo queramos, algo tan consustancial a nosotros que es indisociable de nuestra condición. Es algo que queremos enajenar de nuestra cotidianidad pero forma parte de nuestra naturaleza".
"¿Qué sería de nuestros valores si no muriésemos?
–se cuestionó como si estuviese dando una de los coloquios que estaba habituado a realizar por su trabajo-. Somos un principio y un fin. E intentamos perpetuarnos en nuestros hijos, o, al menos, perpetuar nuestros valores, ideologías y esperanzas en ellos. Quizás la paternidad-maternidad sea eso: perpetuarnos indefinidamente. Es la forma más sencilla de alcanzar la inmortalidad: perpetuarnos en la mente de los demás".
"Aunque la gran mayoría de la población somos creyentes (islamismo, cristianismo, judaísmo, animismo, budismo, confucionismo…) en muy pocas sociedades se celebra la muerte como un acontecimiento festivo. Si existe algo después y, por lo general, ese algo es mejor, ¿por qué no nos alegramos de que nuestros seres queridos hayan logrado acceder a ello? ¿Por qué no me alegro yo de estar a punto de conseguirlo? Puede que no estemos tan seguros de ello, ¿o sí?
–se dijo con firmeza, como si estuviese esperando despertar el interés de un público imaginario-".
"Creo sinceramente que, al final de nuestros días, si echamos la vista atrás, debemos estar contentos de haber tenido una vida plena y fructífera. Una vida en la que nos hayamos sentido orgullosos de vivirla. Y ese puede que sea el sentido de la muerte: la conclusión de todo un proyecto. Y, ¿a quién no le gusta terminar bien lo que ha empezado? Yo estoy plenamente orgulloso de mi vida y eso es lo realmente importante."
"Sintámonos orgullosos, por tanto, de nuestra muerte si hemos conseguido realizarnos en vida, si hemos sido unas personas generosas, si hemos dejado huella en nuestros seres queridos, si, en definitiva, hemos conseguido que nuestros allegados nos recuerden con el corazón, no con la cabeza. Entonces podremos exclamar sin ningún género de dudas, ¡VIVA LA MUERTE!, ¡VIVA LA MUERTE!, ¡VIVA LA MUERTE!, ¡VIVA LA MUERTE!...”.
De repente, algo cambió en la mente de Mario. Él ya no era él y su cuerpo ya no le pertenecía. Acto seguido, sonó la alarma de su monitor. Los médicos acudieron rápidamente e hicieron todo lo posible por reanimarlo. Pero Mario, a sus cuarenta y cuatro años, ya estaba muy lejos, aunque físicamente continuara allí. Estaba en el corazón de su familia, en el de sus amigos, en el de su mascota, incluso en el de quienes no habían sintonizado nunca con él. Estaba en todos los sitios y en ninguno a la vez. Era una situación indescriptible. Él forma parte de todo y todo forma parte de él.
“¡Sí, ahora puedo asegurarlo!
–exclamó sin voz pero con toda su alma-: ¡Existe otra vida después de la muerte!”.
Y en esos momentos dio gracias a Dios por la vida que había llevado, por haber disfrutado de ese don tan preciado pero tan breve. Todo le había quedado meridianamente claro nada más abandonar el lastre de su cuerpo: EL VERDADERO SENTIDO DE LA VIDA ERA LA PROPIA MUERTE.